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miércoles, 29 de mayo de 2019

Noche

Siento que no pertenezco a ningún sitio. Y mi cuerpo llora sangre por la pena de echar raíces donde no le corresponde. Mi hogar me come por el corazón (lo agarra con las manos, lo abraza, lo pega a su pecho como un falso amigo que luego devora hasta tintarse la boca de rojo)  y los sueños me los abanico para que vuelen fuera de mi jaula, que no es otra que mi mente. Mi propio pensamiento me retiene y yo ya no sé cómo debo de batir las alas. No sé si huir es de cobardes, si marcharme es perseguirme y llegar a encontrarme.

Dar veinte portazos y llenarme del fuego que se esconde entre las líneas de mis manos. Ver cómo arde mi palacio de cristal, quemar mis libros, arrancar hoja por hoja de mí letras.

Destruirme porque quiero verme nacer de mi propio yo. Salir de mí. Romper mis guillotinos. Dejar de sonar tan amarga. Amar la soledad. Encontrar paz. Currarme.

Soy el trozo de carne más cobarde que respira, pero es que solo estoy rota. Solo soy grietas pegadas como un mal puzzle donde los sentimientos se escapan entre mis quiebras.

Soy un aeropuerto que colecciona despedidas, donde solo se dan viajes de ida y no conoce los recuentos. No conozco medidas. No sé cuántos océanos tengo que cruzar ni cuántas flores tengo que arrancar por el camino.

Mírame.
Solo soy dolor.
Estoy podrida por dentro.
No dejo de dudar.
Me escondo en la oscuridad.
Me quedo a vivir dos días más allí.
Ya me encontraré
cuando la luna tenga algún reflejo sobre mí.

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