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sábado, 9 de abril de 2016

Llevaba los tacones en la mano, tu chaqueta en los hombros y el pelo alborotado. 
Caminaba sobre la piedra fría en el silencio más apaciguador que sólo interrumpía tu respiración.
Nos mirábamos de reojo, sin decirnos absolutamente nada, lo único que nos movía eran las ganas, las intenciones o saber qué. 
Y en mi portal, antes de devolverte la chaqueta, te invité a subir. Llamamos al ascensor y nos miramos de reojo con una sonrisa picara mientras que el ascensor chirriante anunciaba que bajaba. Pulsé con nerviosismo la cuarta planta y se cerraron las puertas. 
Nos miramos, nuestras respiraciones se aceleraron y nos acercamos. Nuestras labios se buscaron, nuestras lenguas se entrelazaron, tus manos descendieron por mis caderas, agarraron de los glúteos y me pegaron al dichoso espejo de ese ascensor de principio de los noventa. Fueron los cuatro pisos más intensos de mi vida o de nuestras vidas. 
Las puertas se abrieron, me perseguías hasta llegar a la puerta de mi piso. Tonteé con la cerradura, te mandé callar y anduvimos de puntillas hasta el dormitorio. 
Cerramos la puerta de la forma más sigilosa existente. 
Te tiraste en mi cama y acto seguido te incorporaste apoyando tu espalda en el cabecero; me cogiste la mano y me llevaste hasta a ti. Me senté en tus piernas dejando espacio entre tu cintura y la mía. Empecé a inundarte de besos y a desabrocharte la camisa mientras que tu bajabas la cremallera de mi vestido, poco a poco sólo nos separaban los encajes de mi ropa interior. 
Mientras disfrutaba cada roce me repetía una y otra vez en la cabeza "Sólo son ganas, no hay nada emocional" al compás de nuestras caderas. 
Sudábamos cómo locos, gozábamos en silencio y ahogábamos los gemidos. Clavaba las uñas por tu cuerpo a la vez que tu lengua recorría el mío. 
Sólo eran ganas y nada más.
Sentí el éxtasis, el placer y la lujuria, cómo la entrada al paraíso dónde yo te abro las puertas y te marco el camino.