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martes, 23 de abril de 2019

Nosotros

Me han hecho daño. Y pensarás cómo me siento y solo puedo decirte que hay días en los que muero andando. ¿Qué por qué? Porque soy un amasijo de dolor. Soy como un árbol sin hojas, un jardín sin flores, un mar sin olas... Soy alguien casi incompleta. Bueno, casi no, soy alguien incompleta. Y sí, es duro, pero cuesta más perdurar, es decir, seguir luchando. Curarse heridas. Soplarse el polvo. Sacudirse los miedos. Tentar a la incertidumbre. Trazar medio plan de asalto, pero nunca llegar a saltar.
Es raro. Lo sé. Siempre fui rara. ¿Cobarde, dices? Quizás. Supongamos que siempre que has jugado a la ruleta rusa, has apuntado el revólver contra tu sien, la garganta se seca, respiras nervioso, rozas el gatillo,  disparas y la única bala del cargador te atraviesa. Pues así vivo yo. Llena de tiroteos. Llena de agujeros. Llena de vacíos. Irónico, ¿verdad?
Me han hecho daño y me han convertido en esto. ¿Qué no está tan mal? Mal no están las margaritas de otro color que no sean blanco. Ni los girasoles buscándose unos a otros porque no pueden besar el sol. Mal no está la despedida de un padre a un hijo cuando sabe que a las dos no irá a por él. ¿Pero qué está tan mal? Nosotros, seguramente. ¿Nosotros? Sí. He dicho nosotros. Solo tenemos que mirarnos. ¿Qué no somos tan extraños? Ese es el problema. Parecemos normales cuando nunca hemos sido así.

jueves, 11 de abril de 2019

Ciudad

Hace un tiempo me gustaba caminar de noche, cuando no había nadie por la calle. Era extraño. Me sentía sola y yo misma tenía que abrazarme para no llorar. La ciudad a oscuras. Alguna farola parpadeaba a mí paso, me recordaba al palpitar de mi corazón. Algunos edificios a oscuras, y algún octavo tenía la música puesta cuando todos dormían. Nadie se quejaba.

Miraba las fachadas de los edificios. Yo tan pequeña y el mundo tan alto, tan enorme que puede casi comerme. Yo tan niña, y el mundo tan grande que no voy a poder recorrerlo entero. Nunca daré la vuelta en 80 días como Verne. Pero ahí estaba. Sintiendo el frio de mi ciudad. Las olas quejándose ante el ruido. El viento que siempre te atrapa y te revuelve. Siempre sonaba una canción inglés que no le prestaba atención, pero me ponía melancólica.

Caminaba. Veía todo un nuevo mundo. Por la noche los semáforos siempre están verdes. Los peatones siempre cruzan sin mirar. La gente se quiere más. Entrelazan sus manos con menos miedo y con más verdad. Algunos rebuscaban cobijo. Y yo seguía sintiéndome tan sola que me abrazaba. Respiraba tan profundo que escuchaba como mi aire entraba y salía. Me sentía viva. La soledad me hizo viva.

Y supongo que, fue en uno de esos paseos tristes juntos a las estrellas cuando entendí que cuidarme era quererme. Quererme era protegerme. Protegerme era sentirme libre. Y yo soy un pequeño pájaro que doblo los barrotes de su jaula con el pico. Los doblo hasta poder escapar. Ser tan yo, que esa fuera mi mejor virtud.

Me abrazaba y no me sentía sola. Estaba tan bien sintiendo el frio que empezaba a entender la canción que retumbaba en mis tímpanos. Y sonría al ver a los enamorados agarrados de la mano. El ruido de las olas rompiéndose, me aviva. Los parpadeos de las farolas se acompasaban  a mi corazón. Crucé la calle sin mirar y no sentí el peligro. No fui corriendo hasta la acera. Veía más ventanas iluminadas y supongo que estarían haciendo el amor.  Más corazones latiendo y el mundo sintiendo. Menos sangre y guerras. Más esperanza. Más vida después de la tristeza.

miércoles, 10 de abril de 2019

Coincidir

Un día lo pensé y ahora sé que no me equivoqué.
Me recuerdo sentada y dando un pequeño sorbo a la cerveza. Mirarte y decirte que estábamos hechos para coincidir, pero nunca para permanecer. "¿Por qué? Eres la mujer de mi vida" y no supe que decirte. Solo te dije que había mucha guerra entre nuestros cuerpos y que algún día una bomba acabaría con todo.

Seguimos queriéndonos.

Pasaron los días.

Nos amábamos.

Pero yo no estoy hecha para permanecer. Supongo, que soy yo —ya sabes mi manía de echarme las culpas. La manía de disculparme. La rabia que me producía hacerlo, pero siempre lo hacía—.

Entonces, se hizo la guerra. Cada uno recibimos dos disparos en el pecho y sabíamos que ese río de sangre solo desembocaría en un final.

Ya sabes, yo siempre estaba triste. Nostálgica. Melancólica. Lloraba siempre —hasta de alegría—. Y tú, bueno, vivías un poco enfadado con el mundo. Te quejabas a media lengua. Yo solo quería que me abrazasen, y tú querías respirar tranquilo.

Supongo que fue mi culpa. Mis manías. Siempre tuve muchas pequeñas obsesiones como la de lavarme las manos cada media hora. Arrugar la nariz cuando algo no me gusta. Obsesionarme con los colores. Perder la noción del tiempo. Dejar de escuchar cuando la conversación no me interesaba. Centrarme en pequeños gestos de cualquier persona que me cruzaba. Mis  dudas. Ya sabes, manías. Mis manías. Y tú bueno, las sobrellevabas. Y yo bueno, nos sobrellevaba.

Supongo que era eso. Estábamos hechos para coincidir. De hecho, a veces pienso que nos llegamos a enamorar antes de conocernos, tú también lo piensas, ¿Verdad? Y puede que algún día, nos encontremos en algún bar que ahora están tan de moda con libros en las estanteríass que nadie lee. Y nos saludemos. Nos miremos. Puede que lo volvamos a intentar. Nos sentiremos. Nos reequivocaremos. Nos despediremos —espero—. Y volveremos encontrarnos hasta que algún día yo haya dejado de ser tan triste, mis manías y mis dudas; y tú hayas dejado de refunfuñar a media lengua.

sábado, 6 de abril de 2019

Crecí con A

Crecí con A. Y te prometo que fue una tormenta. Rayos, lluvia, calma en mitad de cualquier abrazo.

Me vi tan pequeña a su lado, pero me hizo tan grande. Me sacó cualidades que no había visto en ninguna otra persona. Me abrazaba siempre con miedo. No quería que me fuese, pero yo siempre andaba melancólica, tan amurallada, tan llena de lágrimas que me consumía en una canción triste.

Él sabía alegrarme. Sacaba de mí las flores que estaban apunto de morir. Me llamaba arte, y yo idolatraba esa forma de mirarme en silencio; porque a veces, solo hacíamos eso —mirarnos— y nos aprendíamos de memoria cada gesto, cada arruga de expresión, cada miedo que se perdía en la pupila.

A y yo hacíamos la guerra. Y nuestras palabras fueron bombas, nos dábamos la espalda compartiendo la misma cama. Dejábamos de escribirnos. De vernos. De escucharnos. De sentirnos. Nos alejábamos. Sin embargo, siempre nos dábamos las Buenas noches, es como que no podíamos dormir en calma sin despedirnos. La noche unía a nuestros cuerpos, afloraban las ganas de querernos, y nos sentíamos casi completos. Sin embargo, al salir el sol los bombardeos, la sangre y el campo de batalla volvían. Hacíamos mucho la guerra, pero nos quisimos de verdad. ¿Sabes por qué lo sé? Porque llegamos a hablar de una casa de madera, de cómo nuestra hija se llamaría como su abuela y de cómo me comprometería a pasar la vida con él en una ermita de piedra.

Él me leía como pocas personas. Me leía a todas horas. Siempre que escribía. Y siempre me decía que era el mejor que el anterior. Le escribí casi un libro entero y alguna vez, le leí sonrojada lo mucho que me costaba despedirme de él.

Crecí con A y puede que gracias a él sea como soy ahora. Melancólica, pero con algo de luz. Una luna, como él me definía.
Nos amábamos hasta crear un pequeño universo que solo los dos conocíamos.

Nunca llegamos a encontrar el equilibrio. No fuimos capaz de darnos las manos fuerte para sujetarnos uno al otro. No.
No fuimos capaces.

Sin embargo, A siempre será de esas personas que echarás su pecho en falta. Que hablarás de ella con luz en los ojos.
Que querrás toda la vida porque se la debes.