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viernes, 3 de mayo de 2019

Nada

El cuerpo no siente. Es la penumbra del llanto del corazón desafiado. Es sueño que mira con desdén a la nada. Es un trozo de carne, venas y sangre. Es una flor marchita. Podrida. Casi extinguida. Solo hay espinas. Solo hay dagas con líquido rojo en la punta.

Ahora.
Ahora que no nos queda nada. No me queda nada. No hay nada. Ya no sé ni qué es la tristeza. No reconozco la alegría. No sé qué fue de la felicidad. No pienso. No siento. No leo. No escribo. No nada. Solo hay una agonía infinita entre el ayer, el hoy y el mañana.

Desazón en la garganta y angustia en la lengua.

Los mares están secos. Los relojes derretidos. El grito retumbando. Al niño se le han cortado las alas. Las estrellas se han caido. No hay noche. No hay día. Solo un pozo gris. Un  corazón vacio. Un terremoto. Todo un estruendo. Se caen las almas. El tártaro se ha derrumbado. Y ahora todos los pies no tocan el suelo. Todo cuelga. Hasta las ganas de persistir. Hasta la ilusión y el deseo. Todo cuelga y se sostiene de un alfiler.

No hay nada.
Solo el ruido de los huesos chocando.
La sangre goteando.
Una casa en llamas.
El fuego crujiendo.
Las cenizas volando.
El viento haciendo de las suyas.

No me queda nada.
Flores secas.
Sangre púrpura.
Huesos astillados.
Miedo.
Insomnio.
Y terror.

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