Un día la casualidad me hizo conocer el mayor corazón existente. Había sufrido tanto que no era capaz de latir sin ahogarse. Yo lo agarraba con las dos manos, lo acariciaba, le escribía, lo abrazaba hasta llevármelo a mi pecho para que escuchase mis latidos y solo tuviese que imitarlos.
Un día me di cuenta que ese corazón era más poderoso que nadie. Era oscuro. Más negro que la noche, pero tan puro que sólo unos pocos sabíamos verlo. Entonces, recuerdo que después de una charla de madrugada escribí "Demasiado corazón para tanto ciego" y qué verdad. El mundo estaba lleno de ciegos que no quieren ver como una persona rota es maravillosa. Yo pasaba el tiempo escuchándole. Aprendía de él y lo admiraba.
Quería ser como él. Quería ser tan fuerte como lo es él —porque lo sigue siendo— y me enseñó que siempre, cada mañana tenía que abrazar fuerte a los míos y cada noche besarles la frente para que así duerman tranquilos.
Aunque también me enseñó que yo no podía tenderle la mano y sacarle de ese pozo donde vivía. Yo no podía arrastrarlo hacia la luz. Yo no podía salvarle. Y qué impotencia. Me hubiese gustado enseñarle que el amor están en las pequeñas cosas y la alegría está en cuando en la radio suena tu canción favorita. Me hubiese gustado mostrarle que solo quería que respirase aliviado y que yo lloraba junto a él.
Yo aprendí media vida gracias a él y que en nuestras calles hay demasiadas personas con vendas en las ojos que no son capaces de ver la luz detrás de una alma herida.
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